lunes, 28 de septiembre de 2009

La Hermandad Sacerdotal de San Pío X no es herética ni sedevacantista ni cismática


Es falso que se haya de considerar “herética” a la Hermandad.


Ni a mons. Lefebvre ni a los cuatro obispos que consagró los han acusado nunca de herejía las autoridades competentes, ni en sentido material ni en sentido propio o formal. No obstante ello, se han usado varias veces calificaciones absolutamente impropias para referirse a mons. Lefebvre, como las siguientes: mons. Lefebvre era “un hereje”, porque se comportaba “como rebelde” y era, por ende, “hostil” al Papa. El “obispo rebelde”, como lo definían y siguen definiéndolo ciertos periódicos, se vuelve “un hereje” en opi­nión de los más, debido entre otras cosas, a la ignorancia de las más elementales nociones del derecho canónico y de la teología de la Iglesia. Pero ¿quién es el hereje? Leamos por entero el c. 751 del Código de Derecho Canónico de 1983, que contiene asimismo la definición del apóstata y del cismático: «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos».
Ni mons. Lefebvre ni los obispos y sacerdotes de la Hermandad han pertenecido nunca a ninguna de las categorías catalogadas en este canon. No aceptar el accidentado concilio ecuménico Vaticano II, al que se le imputan desde varias partes, no sólo desde la Hermandad, errores doctrinales así como ambigüedades graves, no significa en absoluto ser un hereje, visto que dicho concilio, como sabe todo el mundo, no proclamó verdades de fe “divina y católica”, o sea, no definió dogmas, sino que se declaró “pastoral”, y ello en un sentido nuevo y nada claro, puesto que el objeto declarado de esta “pastoral” era la puesta al día de la verdad católica en función de la mentalidad del “hombre moderno”.


No puede considerarse “cismática” a la Hermandad en sentido propio o formal.


¿No aprobaron en su momento los juristas de la Pontificia Universidad Gregoriana una “tesis” de licenciatura que sostenía lo mismo? (*). Así que, incluso a juicio de las autoridades vaticanas de hoy, no se dio jamás el famoso cisma lefebvriano. Lo que se verificó fue un “alejamiento”, afirma Su Eminencia, una separación, no un “cisma” en sentido propio. Intentemos explicar la sutil diferencia que media entre ambos.

¿Una situación de “alejamiento” constituye de suyo un cisma? Es evidente que no. El “alejamiento” que deriva de una desobediencia no es, si bien se mira, un auténtico “alejamiento” respecto de la Iglesia militante, puesto que la desobediencia no configura una situación que pueda definirse como cismática en cuanto tal; en caso contrario, habría que afir­mar que toda desobediencia constituye un cisma, lo cual no es verdad. Para que se dé un cisma no basta con una desobediencia: se necesitan otros elementos, que en el caso que examinamos brillan por su ausencia.

En 1988, mons. Lefebvre, frustrado por meses de negociaciones complejas y agotadoras que seguían sin desatar el nudo gordiano, fundamental para él, del nombramiento efectivo de uno o varios obispos ligados a la Tradición para guiar a la Hermandad, procedió a realizar las cuatro famosas consagraciones episcopales, desoyendo las exhortaciones papales a demorarlas más todavía. Dada la “necesidad” espiritual de muchas almas, que se dirigían a él en busca de ayuda desde todas partes del mundo católico, y dado también lo avanzado de su edad y su delicado estado de salud, mons. Lefebvre obró convencido de hallarse en un estado de necesidad: la necesidad de proveer a toda costa a la supervivencia de la Hermandad, seguro de respetar el espíritu de sus estatutos, que eran y siguen siendo los de una congregación cuya misión consiste en la formación de sacerdotes de una manera conforme con la Tradición de la Iglesia y en el mantenimiento de la santa misa de rito romano antiguo (denominada tridentina). Tamaña convicción, ya fuera acertada o errónea, impide en cualquier caso, si se está a lo que dispone el Código de Derecho Canónico de 1983, la aplicación de la censura de excomunión.

La desobediencia constituida por una con­sagración episcopal sin mandato pontificio la castigaba el Código de Derecho Canónico de 1917 con la suspensión a divinis. El có­digo actual, en cambio, prevé la excomunión latae sententiae (es decir, aplicable por el Papa sin proceso), a menos que haya circuns­tancias atenuantes o eximentes, entre las cua­les se cuenta la existencia y hasta la convicción, aunque fuese equivocada, de la exis­tencia del estado de necesidad. El código establece, en efecto, que, tocante al estado de necesidad, cuando la violación de la norma se efectúe por un acto intrínsecamente malo o que redunde en daño de las almas, se da en la "necesidad" nada más que una circunstancia atenuante, aunque suficiente para excluir la fulminación de la pena de excomunión, que ha de sustituirse por otra pena o por una penitencia. Si la violación, en cam­bio, se verificara con un acto que no fuera intrínsecamente malo ni redundase en daño para las almas [y una consagración sin man­dato, efectuada sin animus schismaticus, no es, ciertamente, una cosa mala en sí o que redunde en daño para las almas], entonces no se daría realmente imputabilidad alguna, por lo que no se podría irrogar una pena ni ninguna otra forma de sanción. Pero si el sujeto juzgara que se halla coaccionado a obrar en estado de necesidad, sin que su acción constituyera nada malo en sí, ni redundara en daño para la salud de las almas, entonces tendría derecho, en este caso, a solas las ate­nuantes, lo cual significa que también aquí, aunque mereciera la excomunión, ésta no podría ser fulminada, por lo que debería ser sustituida por otra pena o por una penitencia. Debe recordarse, además, que cuando el error de juicio que se mencionó más arriba tuviera lugar sin culpa por parte del sujete agente, entonces éste tendría derecho a la eximente en vez de a la atenuante (*).

Estando a lo que dice la ley, la desobediencia del llamado “obispo rebelde” no habría debido ser sancionada con la excomunión; de ahí que mons. Lefebvre y la Hermandad, amparados en su buena fe y convencidos de la existencia objetiva del estado de necesidad, sostuvieran siempre que la excomunión debía reputarse por inválida y que no se había verificado cisma alguno.
Pero no se dio ningún cisma no tanto a causa de la invalidez de la excomunión cuanto porque ni mons. Lefebvre ni los cuatro obispos que consagró tuvieron, ni mostraron tener nunca, una voluntad cismática. Hasta tal punto fue así, que mons. Lefebvre no confirió a estos últimos el poder de jurisdicción en sentido propio (lo cual demuestra, según nos parece, su buena fe), que supone una base territorial, organizada en auténticas diócesis.
La verdadera voluntad cismática se evi­dencia, en cambio, en declaraciones expre­sas por parte de los que se separan (como en el caso de Lutero, quien declaró a boca llena que no reconocía ya la autoridad del Papa como jefe de la Iglesia universal), y, en cualquier caso, se echa de ver en un comportamiento orientado a crear una “iglesia paralela” efectiva, como se suele decir, unas organización eclesiástica nueva, autocéfala, que no reconoce la autoridad del Papa (como hizo asimismo el propio Lutero, y como habían hecho antes que él los católicos de rito griego denominados “ortodoxos”, visto que la llamada “iglesia ortodoxa” o “griega” es, en realidad, una secta cismática). La Hermandad, en cambio, ha reconocido siempre la autoridad del Romano Pontífice y de los obispos, y ruega siempre por el Papa y por el ordinario local en la celebración de la santa misa. Además, nunca se ha organizado en parroquias o diócesis, paralelas a las oficiales de la santa Iglesia, sino tan sólo en “distritos”, que son realidades geográficas, no administrativas, dado que se identifican con las naciones o hasta con los continentes (distrito de Francia, de Italia, de Asia); se trata de realidades, de espacios, en cuyo ámbito los obispos ejercen una “jurisdicción supletoria” de base per­sonal y no territorial, es decir, tan sólo el poder de orden (impartir y administrar los sacramentos), que se puede aplicar en función de las necesidades causadas por las circunstancias, las cuales se expresan en las demandas concretas de las almas, de manera semejante a cuanto hacen los obispos en tierra de misión. Y, en efecto, el card. Castrillón reconoce que la Hermandad, a diferencia de los sacerdotes de Campos, «que mantenían de hecho una organización paralela a la diócesis», es una «asociación no reconocida [formalmente por la Prima Sedes y, por ende, no encuadrada en las figuras previstas en el código de 1983], servida por obispos que se declaran "auxiliares "» (entrevista citada publicada en 30 Giorni). Auxiliares porque, al no tener diócesis alguna, al no ejercer por lo mismo el poder de jurisdicción, al no gobernar, en suma, una organización paralela a la diócesis, ejercen la "jurisdicción supletoria" que se mencionó líneas arriba, según lo requieran los casos concretos a medida que éstos se presenten, ad personam, por el bien de las almas.


No es cierto que sea inválida la ordenación de los obispos y sacerdotes de la Hermandad.


¡Cuántas veces se ha oído decir que los sacramentos administrados e impartidos por los sacerdotes de la Hermandad carecían de validez porque sus ordenaciones tampoco la tenían, y que, por ende, asistir a las misas celebradas por ellos, o confesarse con los mismos, constituía sólo una pérdida de tiempo, o incluso un pecado, como si al hacer tales cosas, también los fieles se volvieran “heréticos” y “cismáticos”! Mas este modo de pensar ni respondía ni responde a la verdad.
El card. Castrillón ratificó el significado teológico y canónico exacto de las ordenaciones episcopales y sacerdotales de la Hermandad: son perfectamente válidas a despecho de que se hicieran ilegítimamente a causa de la prohibición de la autoridad suprema. Los obispos de la Hermandad son obispos a todos los efectos, así como son sacerdotes a todos los efectos los ordenados por ellos; y lo son también los ordenados por mons. Lefebvre después de ser suspendido a divinis por su negativa a cerrar el seminario de Ecône y a desmovilizar a la Hermandad, que había sido suprimida ilícitamente por el ordinario local en 1975 (ilícitamente porque el ordinario carecía de suyo del poder, que pertenece al Papa en exclusiva, de suprimir una congregación de vida común sin votos, cual era y sigue siendo la Hermandad: se necesitaba una autorización pontificia expresa, cosa que no se dio jamás).
Por eso, la ilegitimidad que se sigue atribuyendo hasta el presente a las ordenaciones de la Hermandad no significa invalidez. Sólo significa esto: que el individuo que cumplió el acto (el cual no deja de ser válido en sí mismo) queda sujeto a una sanción por parte de la autoridad legítima, al haber prohibido ésta a su tiempo la comisión del acto en cuestión, el cual se realizó, por lo mismo, sin su mandato. Se trata de un problema meramente disciplinario, de importancia secundaria, entre los obispos y curas ordenados y la Prima Sedes, un asunto interno de la jerarquía eclesiástica, que no atañe a los fieles en manera alguna, en el sentido de que no incide ni en la validez de dichas ordenaciones, ni en la de los actos que ejecutaron después, en el ejercicio legítimo de los poderes derivados de la ordenación misma, las personas que recibieron aquéllas (celebrar la santa misa, bautizar, confirmar, confesar, practicar exorcismos, etc.).
Si se reconoce, además, la existencia objetiva del estado de necesidad, que mons. Lefebvre no dejó nunca de invocar, entonces las ordenaciones que realizó ni siquiera son punibles, como que el estado de necesidad suprime la imputabilidad, según se vio. Desaparecería, pues, la nota de ilegitimidad que se sigue atribuyendo a las ordenaciones mismas. Sin embargo, la Santa Sede no ha llegado todavía, a lo que parece, a reconocer plenamente el estado de necesidad, que Mons. Lefebvre invocó en su momento.

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